Miren Etxezarreta – Doctora en economía y miembro del seminario Taifa (Público 14/10/2016)
Son innumerables los comentarios de opinión dedicados en los medios de comunicación de este país a los acontecimientos políticos de los últimos meses, en especial después de las segundas elecciones y de las dificultades para nombrar Gobierno. No obstante, la gran mayoría de ellos son reflexiones centradas en lo que sucede en el país, en los acontecimientos del Estado o en sus personajes centrales. En este cúmulo de opiniones me faltan aquellas dedicadas a integrar en las mismas un ámbito más amplio: lo que está sucediendo en el mundo a la luz de la historia reciente. Estamos inmersos en comentarios coyunturales, superficiales, locales, ignorando el impacto que otros hechos de mayor alcance tienen en éstos.
Lo que está sucediendo en el Estado español en estos momentos no es más que la expresión en la superficie de los profundos cambios que se están dando en las sociedades globales desde hace ya bastantes años. Sabemos que el mundo está cambiando intensamente y, sin embargo, cuando tratamos de comprender lo que está sucediendo olvidamos casi por completo la incidencia de estos cambios en la pequeña parte del orbe en la que vivimos. Lo que limita nuestra comprensión del fenómeno, dificulta valorarlo en toda su magnitud y, sobre todo, obstaculiza el proceso de resolver los graves problemas que causa.
Después del periodo de paz, sólo relativo, tras la II Guerra Mundial (1945-1975), ya desde fines de los sesenta, el mundo estaba siendo atravesado por acontecimientos de gran envergadura: en una primera etapa, la guerra fría, la guerra de Vietnam, los movimientos sociales del 68-69 sobre todo en Francia e Italia que supuso ya un gran cuestionamiento de las formas tradicionales de expresión política, la acusada crisis de los setenta, cuya percepción ha podido ser relegada por la mucha mayor crisis de los 2007, pero que marcó el comienzo de las dificultades económicas de una nueva era, el surgimiento, con fuerza de los primeros países emergentes en el sureste asiático. Junto al hundimiento del keynesianismo y la enérgica recuperación del neoliberalismo que venía ya preparándose con Milton Freedman desde los cincuenta, pero tuvo su confirmación pública con los programas neoliberales de Pinochet y Videla en los setenta, los nuevos macroeconomistas estadounidenses de la misma época, la abierta conversión de la UE al neoliberalismo siguiendo las pautas de Estados Unidos…
La etapa más reciente es todavía más dinámica: China convertida en un sistema económico-social incalificable pero muy próximo al capitalismo, una serie de potentes países emergentes –los BRICS- que alteran la división del trabajo en el mundo, aumentan la producción y presentan importantes elementos de competencia y sobreproducción para las grandes empresas globales, la aparición y el uso pujante y generalizado de internet, avances tecnológicos de impacto en muy diversas industrias, el temor a la escasez de materias primas. La tecnología que se transmite con facilidad, de modo que los trabajadores de todo el mundo pueden realizar las mismas tareas y se ven obligados a competir entre sí. La concentración creciente del capital y la revolución financiera de amplísimo alcance, la financiarización, que han facilitado la penetrante adopción del neoliberalismo, dando lugar a la aceptación sin límites de los criterios capitalistas en todo el mundo, a lo que hemos llamado globalización. Los grandes capitales compiten con fiereza y las monedas se convierten en instrumentos principales de esta competencia. Para culminar –por ahora- en la tremenda crisis de 2007, en algunos países adobada por vigorosos procesos de corrupción de las clases dirigentes… Nos encontramos en un mundo donde la concentración de los capitales ha conducido a poderosísimos agentes que controlan enormes parcelas de la economía global y donde la categoría país tiene cada vez menor poder analítico y político. Y me dejo muchos más aspectos en el tintero. Por una parte, el capitalismo global extremadamente dinámico, sometido a grandes turbulencias y problemas económicos, si bien, al mismo tiempo, ha logrado convertirse en el sistema económico y social indiscutible en el mundo entero.
Estas convulsiones no se manifiestan solo en el Estado español – la triste suerte y los desastres asociados a las primaveras árabes, los graves movimientos hacia la extrema derecha de varios países europeos, la renovación e intensificación de los nacionalismos e independentismos, el Brexit británico, la potenciación primero y el debilitamiento actual del ‘socialismo del siglo XXI’ en varios países latinoamericanos, las sacudidas del gobierno en Brasil y los menos conocidas por nosotros pero no menos significativos movimientos en Asia y Africa, los movimientos migratorios …
Las sociedades, en todo el mundo, están experimentando sacudidas profundas, movimientos de gran intensidad y alcance, como afectadas por grandes terremotos que alteran toda su estructura productiva, social y política, produciendo conflictos que dan lugar a grandes incertidumbres y turbulencias.
Todo ello se expresa en la superficie de las sociedades en diversas formas en los distintos países. Su dinámica no es más que la apariencia visible de los enormes movimientos en las capas tectónicas (que parecen) subterráneas que realmente los causan.
Frente a ello la organización social y política continúa anclada en los moldes del siglo XX. Es verdad que en muchos países, el capitalismo ha expandido la democracia parlamentaria, consciente de que funciona mejor con ella, pero con la misma filosofía, estructura y organización que a finales del siglo XIX, o todavía menos reivindicativa que entonces. Las instituciones políticas y sociales (no sólo partidos políticos y sindicatos) han modificado, quizá, algunos elementos secundarios, pero esencialmente sus planteamientos continúan siendo los mismos que al consolidarse la revolución industrial; el mejor ejemplo de ello son las dificultades de la UE para avanzar en la aproximación política de sus países miembros-.
Hay una contradicción profunda entre la dinámica social y económica y la organización y actuación política. Se quieren enfrentar las situaciones nuevas en odres viejos. De aquí la potente desafección de las poblaciones por la política, que no reside sólo en la mejor o peor actuación de las instituciones políticas específicas de algunos territorios, puesto que se encuentra en todo el globo y señala con claridad a la honda diferencia que existe entre la dinámica económica y social actual de carácter mundial y la organización y actuación política que corresponde a épocas pasadas. De aquí la búsqueda en la práctica de nuevas fórmulas como los movimientos de las plazas, las campañas internacionales, la poderosa rehabilitación de los movimientos separatistas, la intensificación nacionalista, la tendencia a buscar refugio en la extrema derecha, junto al esfuerzo por mantener fórmulas anteriores de los partidos y otras instituciones tradicionales.
Muy escasa ha sido la mención de estos elementos en los análisis de nuestras crisis. Se buscan las razones en los elementos de siempre –ideologías, incapacidad, corrupción, rivalidad, confusión- y las soluciones también –más participación a las bases, primarias, mejor comunicación, rejuvenecimiento-, elementos todos que, por supuesto inciden coyunturalmente en las situaciones que vivimos, pero que no parecen percibir que el mundo ha cambiado y está cambiando permanentemente de tal forma que es necesario analizarlo con ojos más profundos para descubrir las fuertes transformaciones sistémicas que se muestran a través de las alteraciones en la superficie. Quedarse en estos elementos coyunturales no favorece la percepción de lo que realmente sucede sino que contribuye a desviar la verdadera naturaleza del problema. Asistimos a un agrio divorcio entre la necesidad de enfrentar las turbulencias reales de un sistema con grandes fallas y los mecanismos que este utiliza para tratarlos.
Parece como si no se quisiera percibir que es el sistema capitalista y sus contradicciones lo que está en la raíz de estos problemas, a pesar de su aparente solidez. El capitalismo global tiene cada vez menos capacidad de proporcionar la satisfacción de las necesidades y deseos de sus sociedades. Sus problemas, la dura competencia entre sus gigantescos agentes y el poder que acumulan, la necesidad de explotar cada vez más a las poblaciones para poder reproducirse como tales gigantes, la utilización de herramientas y conocimientos cada vez más sofisticadas, está llevando al desencanto, cuando no a la desesperación a importantes segmentos de la ciudadanía que a menudo acusan a los agentes políticos de sus problemas, sin percibir que estos son sólo agentes secundarios, voluntarios y cooperativos y por lo tanto responsables, eso sí, de no avanzar hacia las soluciones necesarias. Es una necesidad de cambio del sistema económico y social mucho más que de remozar las organizaciones de partidos e instituciones políticas.
Nos encontramos con un sistema social en el que los poderosos tienen cada día más poder y han ido conformando los sistemas institucionales de acuerdo con sus intereses, mientras que las ciudadanías han sido deliberadamente conducidas a la confusión -‘la crisis (que no se pregunta de dónde y por qué surge) tiene la culpa’-, y se encuentran inermes para incidir en sus sociedades y sus vidas. Desilusionadas y confusas acusan a la actuación política de sus males en lugar de enfocar la magnitud del problema sistémico, y van abandonando cuando no rechazando la participación política institucionalizada.
¿Qué se puede hacer en esta situación? Por supuesto que no me arrogaré la capacidad de saberlo. Pero sí sé que mientras no consideremos los problemas en toda su magnitud y no detectemos sus raíces, estaremos cada día más lejos de aproximarnos a una situación mejor.
Necesitamos profundizar más y más en nuestros análisis, hasta aproximarnos a las causas profundas de las situaciones, y necesitamos enfrentarnos a este mundo tan global y rápidamente cambiante, donde hay agentes poderosísimos que mueven los hilos de su dinámica. Con el objetivo renovado de transformar el sistema, tenemos que explorar nuevas e inéditas maneras de organizarnos y actuar. No es tanto un problema de mayor o menor habilidad de los partidos parlamentarios, sino la necesidad de plantearse radicalmente el tipo de política necesaria para un mundo muy inestable e injusto, cuyos poderes dominantes no están dispuestos a cambiar en lo esencial – el capitalismo no ha abandonado en un ápice sus objetivos permanentes- y que va muy por delante en sus estrategias de cambio.
Los intentos de cambio político que inicialmente parecieron aportar frescas e ilusionantes formulas novedosas, en una parte importante de las nuevas iniciativas no han logrado salir del sistema tradicional de filosofía y organización —quizá nunca se plantearon transformarlo— y, por lo tanto, no están aportando las formas nuevas imprescindibles para que la ciudadanía se sienta responsable de su propia suerte y capaz de actuar para ello. Hay mucho por inventar genuinamente nuevo en el universo político. Sólo si conseguimos transcender el análisis en términos de simples elementos coyunturales para explorar los elementos estructurales del sistema y su dinámica, podremos avanzar, con dificultades pero con tenacidad y sin prisas, hacia propuestas alternativas que permitirán desarrollar otra genuina forma de hacer política como ciudadanía que pretendemos ser agentes decisorios de nuestras sociedades y nuestras vidas.